Alejandro Ortiz | |
José Antonio Alcaraz | |
Fernando Gálvez | |
Conrado Tostado |
Mi primer contacto con su trabajo fue a través de un cuadro, una imagen nítida que registra una marea de tejados geométricos a la manera de Cèzanne, un océano de triángulos, como creo recordar que lo ha llamado Fernando Gálvez. La exposición a que me refiero se presentó en el Museo Carrillo Gil hará unos diez años. Desde entonces, confieso, pocas veces tuve oportunidad de apreciar el trabajo de Saemisch, como no fuera por los comentarios de su hijo, Canek, en la casa de Valle de Bravo, o del propio Gálvez, que lleva ya un buen tiempo disfrutando de la obra de este pintor alemán-mexicano.
Mi desconocimiento de la historia del arte, mi neofitez acerca de las corrientes plásticas que lo precedieron y a las cuales se sumó, como el polizonte que se trepa a un barco y puede cambiar su curso, mi novatez en el terreno de la crítica plástica, como no sea la del acercamiento íntimo que brinda generosamente el ejercicio poético, no me permiten abordar con autoridad y gusto suficientes una aproximación a la persona o la obra, con el conocimiento con que pueden hacerlo, en este caso Fernando o el maestro Alcaraz. Mis lagunas incluso respecto de las vanguardias literarias y, concretamente, del expresionismo literario, como no sean los casos de Trakl o del propio Nietzsche, me llevan a intentar una intrépida aventura por los lienzos, por los materiales, por los ojos que se reflejan en cada espejo de tintas o carbones, de óleos o de temples, asuntos mucho más cercanos para mí.
No vengo, pues, a decir algo importante que transforme sus vidas con respecto a la obra y persona de Saemisch. No estoy aquí, invitado generosamente por Canek, por Gertrudis y por el brazo armado de la Fundación, Andrea Gálvez, para disertar sobre vanguardias y proyecciones plásticas hacia el nuevo milenio, ante la caída de las ideologías y la muerte de los caciques, que ayer culminó quizá con la más importante de nuestro siglo mexicano, con la partida de Octavio Paz, figura capital de nuestro siglo mexicano y que tendrá que esperar quizá algunas décadas para poder ser atacado críticamente, sin aspavientos ni triunfalismos, sin oscurantismo ni revanchas.
No estoy aquí, pues, sino para leer un poema, señalar algunos puntos de luz que la obra de Saemisch ha derramado sobre mi persona y sobre mi ejercicio, como me sucedió, concretamente, con los cuadros de la serie El Miedo, o la de Pájaros, o la de la Pesca, o la de la Muerte, donde el ojo del poeta, y me refiero a él, no a mí, son generosamente ofrecidos para el que quiera ponérselos para mirar las cosas de otro modo, como le sucedió a Dante en la última página de la Divina Comedia.
Me queda un último comentario, y tiene que ver con el titánico y a la vez excitante reto de la Fundación Ernst Saemisch: ordenar, difundir, proteger su obra, su legado, sin tregua, sin descanso. En este mundo que apuesta por la desmemoria, que olvida día a día las cosas que lo hacer ser el mundo, la obra de un pintor está destinada, a priori, a la batalla por su permanencia en la mente del colectivo. En este mundo amplio, confuso y en movimiento perpetuo, el trabajo de Saemisch tiene, de por sí, un tremendo obstáculo por salvar, y es la de imponerse por su propio peso, por su valor y no por su precio. Canek, Gertrudis, Carla, Andrea y las personas que trabajan con ustedes, con ellos, deben comprender que la empresa que tienen por delante es la del navío que tiene provisiones suficientes para sobrevivir. En un caso como ése, lo necesario, lo indispensable, no son los víveres, en este caso la obra misma, desde ya una gran obra, sino el mando, la dirección, en pocas palabras, el rumbo.
¿Hacia dónde van? ¿Qué puerto quieren tocar, a qué aspiran? y, finalmente ¿Cómo pueden o quieren, o deben atacar este objetivo? Ésas son algunas preguntas que deben hacerse y, en lo más íntimo, en el centro mismo de sus dudas y meditaciones, deben tratar de responderse. Una de las opciones, la mejor, creo, es el trabajo incansable. Sobre la base de una certeza lo más difícil, la obra, ya está hecha.
¿De qué color son los ojos de la muerte?
Los cuadros de Ernst Saemisch hablan por sí mismos. Lo que decía José Antonio de que Ernesto era un gran lector y por otro lado la pervivencia del romanticismo a través del expresionismo hasta nuestras épocas es muy atinado para entender la obra de Saemisch. Sabemos gracias a Gertrudis que era un gran lector de Goethe, que fue quizá el motor propulsor del romanticismo con su Verter y al mismo tiempo Ernesto, al igual que Goethe, supo atemperar el romanticisimo, ese fuego, esa pasión desatada que significa el romanticismo. Supo ser un hombre sereno, atento a su época, interesado no únicamente en el arte sino también en la ciencia, en la política, en el momento en que estaba viviendo plenamente. Esto se manifiesta en su obra, en ese sentido fue para él muy importante su paso por la escuela de la Bauhaus, las enseñanzas que recibió ahí sobre todo de Paul Klee, de Feininger, tal vez de Kandinsky aunque siento que son de temperamento distintos.
Podemos ver como hay distintas preocupaciones a lo largo de la obra de Saemisch y sin embargo hay una unidad siempre, estamos viendo ahora una exposición y hace poco tuvimos la oportunidad de ver otra que está itinerando por la República, encontramos un hilo invisible que recorre todos los cuadros. Un hombre completamente apasionado que en un diálogo a través de la naturaleza nos quiso hablar sobre el hombre de su tiempo, sobre la tragedia que le tocó vivir a Europa en la primera mitad de este siglo, las dos Guerras Mundiales, podemos ver cuadros como la serie El Miedo que reflejan una verdadera angustia, una terrible sensación de opresión del hombre, pero no sólo del hombre sino del todo el ambiente que lo rodea. En estos cuadros la cabeza de la figura está abierta y que se fusiona con el muro de la parte posterior, esto hace que esa angustia del rostro se transmita hacia toda la composición. Hay un sentimiento de agobio terrible. Es una obra eminentemente expresionista, tal vez, la etapa expresionista más nítida de Ernesto.
Después vendrá la época en que a través de largas series de trabajo, Ernesto se adelantará a lo que va a ser más adelante el expresionismo abstracto, que vendrá a ser la corriente más importante de la pintura norteamericana de nuestro siglo. Ahí esta el gran aporte de Ernesto.
A diferencia de los expresionistas abstractos Ernesto desnudó sus procesos de trabajo, desnudó sus procesos de abstracción y nos dejó como un tema o un motivo de la naturaleza iba adentrándose en él, iba convirtiéndose en una sinfonía de sentimientos, de ritmos, de colores, de líneas, hasta ser casi prácticamente abstracto. Hay obras en las que no distinguimos el motivo inicial. Eso creo que es algo que por lo menos no recuerdo ningún pintor, no sé si José Antonio se acuerde de alguien que haya encabalgado de esta forma sus series pictóricas para llegar a estas soluciones.
En otro sentido, Ernesto a pesar de que vemos paisajes naturales aves como motivos en fin, nunca se despegó de su conciencia de la realidad. Ayer Gertrudis me enseñaba un cuadro en el que me decía aquí está la preocupación de Ernesto por las guerrillas centroamericanas es un cuadro que se llama “La invasión del blanco”
CONRADO TOSTADO